jueves, 5 de noviembre de 2015

BYE, BYE

Las despedidas pueden ser un acto de amor. Y además, resultan hermosas e inolvidables, como los saludos desde la ventanilla de aquellos trenes de película o los besos apasionados, antes de partir hacia un destino incierto. Para bien o para mal en la vida hay adioses. Puesto que nacemos con las horas contadas, siempre andamos pensando en despedidas más o menos tristes, definitivas o temporales, marcadas por la esperanza de un próximo reencuentro o por el alivio de romper unos lazos que ya no existen.Yo soy de las que se despiden a la francesa. Prefiero desaparecer a andar celebrando el fin de lo que sea. Detesto los finales, aunque representen el comienzo de una nueva etapa, aunque sean un alivio o la cima de un recorrido. Los detesto, aunque terminen bien. Todos me huelen a entierro.  Ademas... ¿para qué sirven las despedidas si cuando algo se termina, en realidad ya había terminado hace tiempo? Aunque no quisiéramos darnos cuenta en su momento, nos despedimos tiempo atrás. Por eso el saludo último se convierte en una verdad. A mi siempre me gusto jugar a imaginar cuál fue ese instante, que no siempre percibimos con claridad, en el que sin gestos ni palabras, nos decimos adiós.La experiencia me enseña que los viejos a los que he querido, se despidieron de mi (y de paso de ellos mismos), no por enfermedad, sino porque decidieron que había llegado el momento de hacerlo. Soltaron la soga y volaron cada vez más alto. Como un globo sin dueño. Y sólo tiempo después, murieron.Por amor, quise irme con ellos. Pero... por amor supongo, no me dejaron. Me dijeron bye, bye y acá sigo, despidiéndome.      

oriana

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