
El resultado aparece claramente: si vivimos en un desorden cósmico, donde los acontecimientos siguen la única ley de la casualidad, ¿para qué preocuparse por nada? La ciencia y el arte se reducen entonces a las “cábalas” necesarias para rasguñar alguna parte de la suerte que la vida distribuye. Y, ante los fracasos, jamás hay responsabilidad personal: la vida cruel y la casualidad son los culpables de la situación, y la conciencia humana se enquista más y más en la disculpa de la impotencia ante el destino.
Proponen cambiar el concepto de casualidad por el de causalidad, mucho más certero y comprobable en la naturaleza entera. Un juego de causas y efectos iría, pues, relacionando los hechos de modo que la existencia sería una larga cadena, donde cada eslabón tiene su sentido propio y de unión, tanto con el eslabón que le precede como con el que le sigue.
No hay hechos casuales. Todo viene de algo y se dirige hacia alguna parte.
Pero cuando se topa con el misterio, cuando faltan las explicaciones y cuando es pobre nuestra comprensión, se prefiere la casualidad inestable antes que conceder la presencia de una ley causal que aún debemos desentrañar.
Cada uno de nuestros actos tiene una razón. Cada gesto, cada sonrisa, cada lágrima, cada impulso de valor, cada sensación de fuerza interior, cada sentimiento de compasión y amor, vienen de semillas de sus mismas naturalezas. Y cada uno de nuestros actos también genera un efecto que será igualmente de la misma naturaleza. {El amor viene del amor y genera amor; el odio viene del odio y genera odio}.
Sin casualidades y con causalidades, somos responsables de nuestros propios destinos. La ciencia, busca el porqué de los fenómenos que nos rodean. Hay explicaciones para el día y la noche, para las distintas estaciones del año, para el milagro de la germinación de una semilla, para la gestación de la vida física, para el rumbo de los ríos hacia el mar, para las nubes que se agrupan y luego se disuelven en gotas de lluvia.
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